Breve historia cubana de la infamia
Opinión
Breve historia cubana de la infamia
Rafael Rojas
Princeton 22-09-2012 – 8:29 am.
Intolerancia antes y después de 1959, intolerancia en la Isla y en el
exilio, intolerancia en viejos y jóvenes exiliados…
Poco sentido tiene, a estas alturas de las ciencias sociales,
identificar en la cultura política cubana una disposición excepcional a
la intolerancia. Los cubanos no son más o menos intolerantes que otros
latinoamericanos, si bien un recorrido superficial por la esfera
pública, dentro y fuera de la Isla, parece informar que la
descalificación y el escarnio son más frecuentes entre nosotros que en
los demás países de la región. Sabemos que las razones de esa
recurrencia a la calumnia en la opinión pública son más institucionales
que culturales (ausencia prolongada de democracia, Estado de Derecho,
oposición legítima, división de poderes, alternancia en el poder…), pero
no habría nunca que subvalorar, como recomendaba Alexis de Tocqueville,
la influencia de las instituciones —o la falta de éstas— en las
costumbres de los pueblos.
Tocqueville, que era historiador, pensaba que las costumbres no eran
ajenas a las diversas formas de comprensión de la historia. Una idea del
pasado de un país, basada en la rígida contraposición binaria entre
héroes y traidores, contribuye a la práctica de la intransigencia en el
presente. Siempre que los actores políticos de un país reclamen el
linaje de sus antepasados en décadas o siglos anteriores se abre la
puerta a la representación obsesiva del heroísmo, la villanía o la
traición. Ninguna historia nacional ha estado ni está libre de esas
representaciones históricas del bien y el mal. El lugar de la "traición"
y los "traidores" ha sido central en las tradiciones historiográficas de
Occidente desde la Antigüedad. No habría más que repasar brevemente
algunos pasajes de Herodoto o Tucídides para comprobarlo.
Naturalidad de la traición
Herodoto comienza Los Nueve Libros de la Historia contando el origen de
la "discordia" en Grecia. Advierte el historiador antiguo que los persas
y los griegos defieren en sus versiones sobre dicho origen. Para los
primeros fueron los fenicios los "autores de la discordia", que robaron
en Argos a Ío, hija del rey Ínaco. Los fenicios, según esta versión,
traicionaron a las mujeres de Argos haciéndoles creer que solo querían
intercambiar mercancías, cuando se proponían ultrajarlas y raptarlas a
Egipto. Según Herodoto, los griegos contaban mal la historia, ya que
atribuían el primer agravio a los cretenses, que habían robado a Europa,
hija del rey fenicio.
En el libro cuarto de La Guerra del Peloponeso, Tucídides habla de la
traición del general lacedemonio Brásidas con la mayor naturalidad.
Brásidas trama con los argilios, una pequeña comunidad de inmigrantes en
la isla de Anfípolis, un levantamiento en el interior de esta ciudad,
que era colonia de Atenas. Tucídides habla indistintamente de la
traición de Brásidas y los argilios, pero dicha traición no consiste en
otra cosa que la provocación de una guerra civil, que sería apoyada por
una invasión extranjera. La traición, para Herodoto y Tucídides, era tan
consustancial a la historia como la lealtad. De hecho, en la mayoría de
los casos, no era más que el cambio de una lealtad por otra.
En las visiones históricas nacionales, predominantes en la opinión
pública cubana, dentro y fuera de la Isla, la traición carece de esa
naturalidad que le atribuían Herodoto, Tucídides o Maquiavelo, quien en
el libro octavo de El Príncipe habló de la importancia de la deslealtad
en la constitución de los estados. No se trata, en el caso de los
cubanos, de un defecto de moralización de la política, como generalmente
se piensa, sino, más bien, de lo contrario: una politización de la
moral. El traidor en esas visiones es siempre el arquetipo de la
Traición, un ser carente de dignidad que no cambia de lealtad por
convicción sino por intereses mezquinos. El traidor cubano no renuncia a
una idea, un grupo o un líder, sino a una entidad sagrada, llámese la
patria, la causa o el mismo líder.
La cultura política revolucionaria heredó de la época colonial y
republicana algunas figuraciones de esa metatraición que, exacerbadas
por la ausencia de debate historiográfico y político, nutrieron la
ideología oficial. Traidores con mayúscula fueron, según esas herencias,
los autonomistas y los anexionistas del siglo XIX y los liberales o
conservadores, machadistas o batistianos, auténticos u ortodoxos de la
primera mitad del siglo XX. A partir de 1959, traidores serán todos los
opositores públicos al gobierno de Fidel Castro, violentos o pacíficos,
católicos o comunistas, liberales o socialistas. Opositor, disidente o
exiliado han sido sinónimos de traidor, mercenario y terrorista en la
opinión pública oficial de la Isla por más de medio siglo.
La palabra "traición" aflora con demasiada facilidad en labios de
cubanos. Los revolucionarios de los 30 y 50 acusaron a machadistas y
batistianos de traición a la República. Los exiliados de los 60 y 70, a
su vez, condenaron la "Revolución traicionada" por fidelistas y
comunistas y los ideólogos del "período especial" llevan más de veinte
años acusando a la diáspora de su misma generación de deslealtad al
socialismo. Que se hable de una Revolución traicionada con la misma
vehemencia que un siglo atrás se hablaba de una República traicionada es
bastante revelador de esa sacralización de las lealtades políticas que
distingue a la cultura cubana.
La incapacidad para asumir como algo natural la permanencia o el cambio
de las lealtades nutrió, en Cuba, como en toda América Latina, una larga
tradición de panfletografía infamante, que la legislación de imprenta,
en vano trató de limitar. A fines del siglo XIX, se escribieron libelos
difamatorios en la prensa mambí, lo mismo que en los "centinelas
alertas" procoloniales. En la opinión pública republicana la calumnia
impresa o radial llegó a imponerse a la acelerada consolidación del
Estado de Derecho que se vivió, sobre todo, a partir de 1940. En los
últimos años de la República también se escribieron panfletos
difamatorios en los dos bandos enfrentados: el de los revolucionarios y
el de los batistianos. La mala calidad de la esfera pública cubana pudo
leerse lo mismo en una columna de Ramón Vasconcelos que en otra José
Pardo Llada.
Choque de legitimidades
Una vez que se atribuye públicamente el estatuto de traidor a quien no
posee las mismas ideas o convicciones políticas lo que se pone en tela
de juicio no es la justicia o la veracidad de esas ideas o convicciones
sino la legitimidad misma de quien las sostiene. En Cuba, el debate
público ha estado tradicionalmente enviciado por la disputa de la
legitimidad, en un reflejo bastante nítido del conflicto por la
soberanía de la representación política. Lo que se cuestiona en las
polémicas cubanas no son las creencias, simpatías o lealtades sino la
legitimidad de quien las practica. Esta peculiaridad refuerza la tesis
de que el eje del conflicto cubano no es el diferendo entre EE UU y Cuba
sino la fractura de la comunidad nacional.
En el último medio siglo el Gobierno cubano ha sostenido por medios
constitucionales, penales y policíacos el principio de que la oposición
y el exilio son ilegítimos. En las tres primeras décadas porque ambos,
aliados a EE UU, aspiraron al derrocamiento violento del Gobierno
revolucionario. En las dos últimas décadas porque, aunque apelen a
métodos pacíficos, persiguen, según el régimen, la misma meta
destructiva. La oposición y el exilio, por su parte, también siguen
presentando al Gobierno cubano como ilegítimo, a pesar de que las vías
pacíficas y reformistas que ha experimentado en los últimos veinte años
implican, en la práctica, un reconocimiento de la legitimidad histórica
del Estado socialista.
El sustrato jurídico de la ilegitimidad de la oposición en Cuba debe
remitirse a la Constitución de 1976 y su codificación penal. Los
artículos 53°, 54° y 62° de esa Constitución y del 72° al 97° del Código
Penal establecieron el carácter punible de la oposición pacífica bajo
los cargos de asociación ilícita, propaganda enemiga y delitos contra la
seguridad del Estado. La Ley 88 de 1999, de "protección de la
independencia nacional y de la economía de Cuba", concebida como
"antídoto" de la enmienda Helms-Burton de 1996 y aprobada por la
Asamblea Nacional del Poder Popular, transfirió a toda la oposición
pacífica los objetivos del "bloqueo, la guerra económica, el
quebrantamiento del orden interno, la desestabilización del país, la
liquidación del Estado socialista y la independencia de Cuba".
Esa legislación no solo ha sustentado jurídicamente las diversas oleadas
represivas contra los opositores cubanos —incluida la de la primavera de
2003— sino la maquinaria infamante del discurso oficial en las dos
últimas décadas. Libros como El Camaján (2002) de Arleen Rodríguez y
Lázaro Barredo, "Disidentes" (2002) de Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez
y los expedientes que abrió el portal del Ministerio de Cultura, La
Jiribilla, contra Jesús Díaz, Raúl Rivero y otros intelectuales críticos
de la Isla y el exilio, entre 2002 y 2006, son buenos ejemplos de la
renovación que vivió la literatura difamatoria durante la llamada
"batalla de ideas". Una literatura que, naturalmente, surgió mucho
antes, desde los primeros años de la Revolución, pero que se renueva
década con década, a medida que se ensancha el censo de enemigos del Estado.
El carácter de "antídoto" de la legislación represiva en Cuba se presta
al equívoco histórico y político de que la misma fue una reacción al
reforzamiento del embargo comercial en los 90. La represión de la
oposición y su difamación en los medios oficiales comenzó desde el mismo
año 1959, como prueban tantos casos célebres de líderes políticos
fusilados, encarcelados o estigmatizados, antes, incluso, de que
conspiraran o se opusieran violentamente al Gobierno revolucionario. La
Ley 88 de 1999 no hizo más que referir específicamente a los objetivos
de la Ley Helms-Burton el principio jurídico que, de jure y de facto,
criminaliza a la oposición desde la llegada de Fidel Castro al poder.
El propio Fidel Castro hizo su contribución personal al relanzamiento de
la literatura infamante cuando en Biografía a dos voces (2006) le
asegura a Ignacio Ramonet que el Proyecto Varela, promovido por Oswaldo
Payá y el Movimiento Cristiano Liberación, fue un "invento de Estados
Unidos o de la política de Estados Unidos", y presenta el rechazo del
mismo por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular y la reforma
constitucional de 2002, que declaró el carácter "irrevocable" del
socialismo en Cuba, como respuestas al Plan Bush. El Proyecto Varela,
como es sabido, fue lanzado antes de la llegada de Bush al poder y en su
concepción no intervino el gobierno de Estados Unidos.
El eje de la literatura infamante, en Cuba, es la negación de toda
autonomía e identidad política a la oposición, por medio de la
presentación de ésta como criatura de la "mafia terrorista" de Miami y
el "imperialismo yanqui". En los últimos años, ésa ha sido la prioridad
mediática de publicaciones electrónicas oficiales como Cubadebate,
Cubainformación, la enciclopedia digital Ecured y los blogs de Yohandry
Fontana, Iroel Sánchez, Enrique Ubieta o Manuel Henriquez Lagarde. Esa
infamia es, en esencia, lo que el régimen cubano, sus ideólogos, sus
policías y sus burócratas entienden por "batalla de ideas" o "guerra
cultural".
Intolerancia y exilio
El choque de legitimidades entre el Gobierno, la oposición y el exilio
permea toda la esfera pública. Que el mismo se refleje en los medios
oficiales —impresos, radiales, televisivos o electrónicos— es lógico.
Pero que tal choque impacte la mayoría de los medios de una diáspora,
que vive en contextos democráticos, no deja de ser inquietante. En la
sección de comentarios de todas las publicaciones electrónicas cubanas y
en la cabecera editorial de no pocos blogs del exilio predomina, no el
debate respetuoso, sino la impugnación de la legitimidad del otro y la
descalificación moral de quien no piensa como el titular de la página.
Esa mala calidad de la esfera pública cubana no puede atribuirse,
únicamente, a las interferencias electrónicas del Gobierno cubano o de
cualquiera de las muchas organizaciones de la oposición o el exilio.
La cultura política predominante en el exilio, en las últimas cinco
décadas, también ha reproducido la sacralización nacionalista de las
lealtades. Muchos exiliados y no pocos políticos cubanoamericanos se han
imaginado como herederos legítimos de los mambises del siglo XIX y han
catalogado de traidores, en la opinión pública de Miami, ya no a todos
los integrantes o partidarios de los gobiernos de Fidel y Raúl Castro,
sino a aquellos opositores y exiliados que reprueban métodos como la
invasión militar o el embargo comercial. Todavía es posible leer en
textos de algunos líderes de ese exilio calificativos como
"neoautonomistas", "dialogueros", "raulistas light", "cómplices",
"agentes", "colonizadores castristas del Sur de la Florida", aplicados a
quienes piensan que el fin del embargo y la normalización de las
relaciones entre EE UU y Cuba pueden contribuir a la democratización de
Cuba.
La historia cubana en las tres últimas décadas es rica en episodios de
intolerancia ideológica y política, que han atizado discursos
infamantes. Episodios compartidos dentro y fuera de la Isla, como los
actos de repudio contra marielitos en La Habana o la marginación de los
mismos en Miami o las denigraciones públicas de personalidades de la
cultura cubana de una u otra orilla. La conexión entre esas dos esferas
públicas vecinas, La Habana y Miami, ha llegado a ser tan fluida, en
medio de la guerra mediática, que los discursos de ambas ciudades
parecen réplicas de sí mismos. Mientras algunos oficiales de las FAR o
el MININT y no pocos exfuncionarios del Gobierno se instalan rápidamente
como autoridades de los medios de Miami, disidentes de la Isla, que no
concuerdan con las políticas hegemónicas del exilio, han debido sufrir
la triple retórica infamante del régimen cubano, la opinión
anticastrista y la radio y la prensa progubernamental del Sur de la
Florida, cada vez tan estridente como sus propios rivales.
Como en cualquier otra opinión pública democrática, en la de la diáspora
cubana intervienen sujetos que construyen su autoridad en diferentes
áreas del saber. En ella participan políticos y abogados, periodistas y
empresarios, académicos y artistas, científicos y escritores, que se
autorizan públicamente desde sus respectivas profesiones. Un aspecto
curioso del choque de legitimidades en la opinión electrónica cubana es
que constantemente se pone en duda la fuente intelectual de la
autoridad. Los escritores, según esa opinión, no deberían tomar
posiciones políticas porque además de ser escritores, no políticos, son
malos escritores. Una de las constantes del debate electrónico cubano es
el anti-intelectualismo: debatir ideas, ideas políticas incluso, es para
muchos una pérdida de tiempo o algo contraproducente cuando de lo que se
trata es de "acabar con el castrismo".
El anti-academicismo es una de las modalidades más pertinaces del
anti-intelectualismo cubano. En todas las esferas públicas democráticas
los académicos, específicamente los de las ciencias sociales,
intervienen en las instituciones de opinión. Muchos medios electrónicos
de la diáspora cubana, sin embargo, ven esas intervenciones como
retardatarias o dañinas. Para refutar ideas sostenidas por académicos
esos medios prefieren la vía fácil de la descalificación de la academia
misma, como espacio de saber, incapaz de solucionar o contribuir
intelectualmente a la solución de problemas políticos. Ese
antia-academicismo que, por ejemplo, hace suyo el término peyorativo de
"cubanólogos", acuñado por los aparatos ideológicos del Comité Central,
converge no solo con la ortodoxia comunista de la Isla sino también con
la ortodoxia anticomunista del exilio, que siempre ha visto a los
"cubanólogos" como "agentes" de Castro.
Son asombrosas las consonancias que se producen entre algunos sectores
de la opinión anticastrista y el discurso oficial, a la hora de valorar
los nuevos liderazgos de la oposición pacífica en la Isla. La más clara
convergencia intelectual entre ambas ortodoxias es aquella que presenta
el problema cubano como un conflicto entre EE UU y Cuba, excluyendo o
subvalorando a la oposición como actor legítimo del mismo. Para los
ortodoxos de adentro Cuba defiende su "independencia"; para los de
afuera EE UU defiende la "libertad" de Cuba. De ahí la importancia de
que la oposición combata esos estereotipos, afianzando su autonomía
política y económica.
Figuras como Elizardo Sánchez, Martha Beatriz Roque, Oswaldo Payá,
Manuel Cuesta Morúa, Guillermo Fariñas, Yoani Sánchez, Antonio G.
Rodiles o Pedro Campos e iniciativas como La Patria es de Todos,
Proyecto Varela, Todos Unidos, Arco Progresista, Estado de Sats,
Observatorio Crítico o la Demanda Ciudadana por Otra Cuba han sido y son
atacados, a la vez, por medios del oficialismo y del exilio. Estos
últimos casi siempre están motivados por políticas concretas, como el
apoyo al levantamiento del embargo comercial, al intercambio cultural y
académico entre EE UU y Cuba o al llamado a la reconciliación nacional,
que rechazan sectores tradicionales del exilio y de la clase política
cubanoamericana. Pero tampoco están ausentes, en esas reacciones, viejos
resabios anticomunistas de la Guerra Fría que, curiosamente, reproducen
sujetos políticos formados después de la caída del Muro de Berlín.
Quienes atacan, desde afuera, esos proyectos, no debaten seriamente las
ventajas que, a su juicio, tendrían ideas o políticas diferentes sino
que se limitan a acusar a sus líderes de complicidad con el castrismo.
El estilo infamante
La fuerza del tono y el estilo infamantes en la opinión electrónica
cubana produce una sintomática inhibición de argumentos racionales en
los extremos del conflicto. Así como los intelectuales y blogueros
oficialistas renuncian a defender el partido comunista único, la
economía de Estado o la ideología marxista-leninista, los nuevos
publicistas de la ortodoxia exiliada renuncian a defender abiertamente
el embargo comercial, el levantamiento armado o la invasión de EE UU. En
el medio de ambas inhibiciones se genera una impresionante acumulación
de odio, resentimiento y frustración, que se libera, generalmente, por
medio de la calumnia.
La última década ha rebasado ya la clásica polarización generacional
entre un exilio histórico y una nueva diáspora. La mayoría de los medios
electrónicos cubanos, fuera de la Isla, son operados por exiliados de
los años 80 para acá o por miembros de las nuevas generaciones
cubanoamericanas. La recurrencia al lenguaje deslegitimador, por tanto,
no es, como algunos piensan, un atributo exclusivo del viejo exilio. La
pregunta que sigue en pie es cuál es el verdadero volumen demográfico de
exiliados cubanos que prefieren el discurso infamante al debate
respetuoso entre diversos proyectos nacionales en el presente y el
futuro de Cuba. Cuál es la base social real de esa apuesta por la
deslegitimación en la esfera pública.
Los medios electrónicos cubanos poseen un rango de seguidores que oscila
entre cientos y miles de lectores. A Cubadebate, la página electrónica
del Partido Comunista de Cuba, la siguen más de 90 mil internautas, pero
Yoani Sánchez tiene más de 200.000 seguidores en twitter. Poco más de
3.000 siguen por Facebook La Jiribilla, menos que los que siguen Havana
Times y la mitad de los que siguen Diario de Cuba. Los sociólogos
deberían ayudarnos a conocer mejor esas comunidades electrónicas que se
articulan en torno a unas u otras publicaciones, pero pocos ponen en
duda que la mayoría de los cubanos que debaten en aquellas páginas que
permiten comentarios vive fuera de la Isla. Entre esos miles, sin
embargo, solo una minoría recurre sistemáticamente al lenguaje difamatorio.
Por ser una minoría, ese circuito electrónico no debería subestimarse ya
que asume, deliberadamente, una función mediadora ante los lectores, que
aspira a quebrar o anular la legitimidad de las figuras públicas. Entre
todos los actores políticos cubanos, el más vulnerable, el que más sufre
los discursos infamantes, es la oposición interna. Carentes del poder
material del Gobierno de la Isla o de la clase política cubanoamericana,
dependientes de la ayuda financiera y mediática del exterior, los
opositores cubanos han sido los más desfavorecidos en la explosión de
retóricas intransigentes que hemos vivido en la última década. Ellos, y
no la clase política cubanoamericana o George Bush o, mucho menos,
Barack Obama, han sido el blanco prioritario de la calumnia oficial o
exiliada.
La dependencia del exterior de la oposición cubana merma su prestigio
político, pero, a la vez, le permite subsistir bajo un sistema hostil,
diseñado para negarle toda dignidad a cualquier proyecto alternativo de
nación. Sin la resonancia del exilio y la comunidad internacional, la
oposición no tendría el escaso reconocimiento que ha alcanzado en los
últimos años. Contra esa visibilidad ganada, en medio de la creciente y
sistemática represión, se movilizan los profesionales de la infamia
dentro y fuera de la Isla. Una de las principales motivaciones de estos
últimos es, precisamente, juzgar la eficacia de una oposición pacífica
desde los parámetros maximalistas de la vieja oposición violenta,
revolucionaria o contrarrevolucionaria.
Mientras en Cuba no sean removidas las leyes que aseguran la
criminalidad de la oposición, ésta seguirá dependiendo de la ayuda
exterior. Claro que esa dependencia es anómala e, incluso, ilegal en
muchas democracias del planeta. Pero si la misma ofende tanto a las
élites del poder cubano y a sus aliados en el mundo, ¿por qué no ponen
fin, entonces, a la penalización de las libertades de asociación y
expresión en la Isla? Ésa, y no las detenciones preventivas, los actos
de repudio o las caricaturas biográficas en un blog oficial o una
enciclopedia digital, sería la mejor manera de persuadir a Estados
Unidos y a Europa de que el apoyo material a los opositores es
violatorio de la soberanía cubana.
Los escritores infamantes sienten fobia por las teorías y rechazan
cualquier paralelismo entre el caso cubano y las transiciones a la
democracia de fines del siglo XX. Cuba, según esos nuevos
excepcionalistas de una u otra orilla, sigue caminos propios e
inextricables, tanto en la preservación del sistema político actual como
en las lógicas incipientes de su transformación. Pero lo cierto es que
la oposición pacífica cubana, en las dos últimas décadas, se convirtió
en un actor muy parecido a las disidencias del socialismo real en Europa
del Este, durante los años 70 y 80. A la cubana le ha faltado el arraigo
popular de Solidaridad en Polonia o el respaldo intelectual, juvenil y
de clase media que ganó Carta 77 en Checoslovaquia, pero sus discursos y
prácticas son bastante parecidos a los de aquellas disidencias.
Uno de los líderes de la disidencia checa, el dramaturgo y periodista
Iván Klíma, veterano de la Primavera de Praga y de la Revolución de
Terciopelo, ha escrito en uno de los ensayos de El espíritu de Praga
(2010) que los dos rasgos distintivos de aquella oposición fueron la
ausencia de poder y una minoría moral, que constituyó su base política.
En dos palabras: pequeñez y coherencia. Cierta vulnerabilidad extrema,
que la hacía víctima de la descalificación del oficialismo y de la
manipulación del exilio, convirtió a aquella oposición en una fuerza
simbólica, que logró involucrar a las mayorías escépticas o cínicas del
país en un cambio político que no se propuso controlar.
Concluyo con este pasaje de Klíma, que describe a la perfección el
liderazgo que ejercen un Oswaldo Payá o una Yoani Sánchez en la Cuba de
las primeras décadas del siglo XXI:
"Una persona que, por necesidad íntima, se enfrenta con coherencia a los
poderosos, arriesgándolo todo, tiene una única pequeña esperanza: que
con sus acciones recordará a las autoridades de dónde procede su poder,
cuáles son sus orígenes y cuál su responsabilidad, y quizás consiga que
sean un poco más humanas. Sin embargo, para los que están el poder, y
para los que se han rendido a él, este objetivo parece pura locura. Las
esperanzas de los impotentes están ocultas en el comportamiento de esos
locos".
http://www.diariodecuba.com/cultura/13127-breve-historia-cubana-de-la-infamia
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